Opinión

Malas hierbas

Viernes, 3 de mayo

Esta ciudad tiene un largo idilio con el jazz. Recuerdo aquel músico que llegó a hacer la prueba de sonido con insultante arrogancia: “Este es un pueblo, lo despacho con un puñado de estándares y algún guiño a Louis Armstrong”. En la barra estaba el histórico barman Jose. Le sirvió con elegancia y le fue mostrando las fotografías que cubren el local, donde están muchos de los músicos que han actuado en el Café Latino. Me contó Jose: “A medida que iba viendo las fotos de Kenny Garrett, Russell Malone… créeme, aquel hombre que iba a tocar esa noche iba empalideciendo. No dijo nada, engulló su bourbon, su rostro mutó en humildad, llamó a sus músicos y salieron veloces del café. A la noche se dejó la piel en el concierto”.

Sorprende que una extraña ciudad como esta sea uno de los abrevaderos de los grandes del jazz. Por aquí ha pasado todo dios; el inolvidable Tete Montoliu tocó más de quince veces aquí. Jorge Pardo es como un hombre de la casa.

Pero el jueves inauguraba el festival de primavera el saxofonista Bill Evans, un músico curtido, de fraseos muy personales, un soplo para nuestras mentes tan cargadas de consumismo, una patada en el culo a estos tiempos de corrupción. Vaya banda que le acompañaba, crecieron entre el soul, el funk y el neo-jazz.

Sonaba muy limpio el saxo de Bill, tocaba el jazz del siglo XXI. Fiel a su estilo, buscó la fusión acercándose sobre todo al funky. Distribuyó los tiempos con elegancia. Generoso, dejó que sus colegas mostrasen su talento. Al fin, la clave del jazz es el diálogo entre los instrumentos. He de decirlo, especialmente el percusionista, Keith Carlock, nos conmovió con un solo largo. Como si quisiera arrancar las malas hierbas que habitan en nuestro cerebro. Qué decir del bajista, Felix Pastorius, que ha heredado el duende de su padre, al que llamaban “el gran Jaco”. Y John Medeski, que se curtió en la escena neoyorquina del jazz de vanguardia de la década de los noventa.

(Los psicólogos afirman que escuchar jazz nos hace más empáticos, más abiertos a otras formas de pensar, incluso más inteligentes. El jueves hubo una noche catártica y hermosa de jazz. El swing cubrió la sala abarrotada).

Sábado, 4 de mayo

Cómo es la vida, hace pocos días alguien me regaló “El libro de las ilusiones”, de Paul Auster. Lo tengo en mi mesilla como libro de cabecera. Pues mira tú, justo dos días después fallece. He de decir que la novela me tiene atrapado y es uno de esos libros que no desearíamos terminar nunca. Como en todas sus obras, abundan esos personajes que viven en una niebla alcohólica y llegan a sentir lástima por sí mismos. Enigmática, divertida, los críticos dicen que tiene la música del azar. El protagonista es un actor desaparecido del cine mudo.

Auster, siempre refinado e inteligente, amó el cine e incluso dirigió alguna película: “Smoke” y “Blue in the face”. Decía de sí mismo que era muy tímido y esa timidez le dificultaba dirigir. Por eso amó la literatura: “La literatura es esencialmente soledad, se escribe en soledad y se lee en soledad. El hombre necesita escuchar historias”. Sus personajes límite siempre tienen, aunque leve, una esperanza. Alguna página perturba. Reniega de esta civilización en que reina el miedo, el odio y la crueldad; por supuesto, no soporta a Trump. Insiste en casi todas sus obras en la naturaleza de lo inesperado, en que el azar juega con nosotros: “En un momento sucede algo y cambia tu vida”.

(Ahora que llega la primavera, invítate a leer a Paul Auster bajo el árbol hospitalario de un olivo).

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