Opinión

Regeneración democrática

Una de las peores situaciones que puede embargar a cualquier ser humano es la zozobra de la inseguridad, la incertidumbre de cómo se desarrollarán las circunstancias a partir de un conflicto. Eso es exactamente lo que viven los españoles en un país cada vez más polarizado. No ha habido un dirigente más nefasto en este país que Zapatero, no tanto por lo que hizo u omitió, sino por la escuela que creó y la larga sombra que continúa acechando, una peculiar manera de valorar hechos que le son espurios, y atribuir o reivindicar logros que le son del todo ajenos.

Uno de los más claros es el fin de ETA, que ZP se imputó, pero la verdad es que lo único que tuvo que ver con el desmantelamiento de la banda terrorista fue que coincidió con su mandato, no porque él hubiera alcanzado ningún logro, sino porque porque fue consecuencia de incendiar la economía nacional, lastrada por la burbuja inmobiliaria, que no fue responsabilidad de ningún político sino de los banqueros. Esa ruina derivó en la descapitalización de la actividad empresarial y, como consecuencia, la falta de liquidez e incapacidad de financiación de ETA, y punto, esa es la autentica y lacónica realidad de un “logro” que aún hoy reclama como suyo.

Pero el verdadero problema de la herencia zapaterista es la escuela que dejó tras de sí. Hasta su llegada a Moncloa, España fue evolucionando en el contexto de su pertenencia a la Unión Europea y de muchas más instituciones internacionales, desarrollando leyes y normas que buscaban una mejor convivencia para todos. Pero a partir de su investidura cambiaron por completo las tornas. De un Parlamento que negociaba, pactaba y consensuaba, se pasó a la teoría política de la confrontación lubricada con verdades a medias.

Una de las más dañinas fue su viaje en la máquina del tiempo para culpar, entre los años 2004 a 2011, a los conservadores y liberales del Partido Popular -fundado en 1989-, de ser los responsables del alzamiento de 1936, omitiendo siempre la Revolución de Asturias de 1934 en la que el PSOE y la UGT intentaron revertir el orden democrático, lo que en términos prácticos se llama golpe de Estado.

Zapatero imbricó esa burda ucronía, confrontando a la ciudadanía y acusando a los que no comulgaban con su cantinela de fascistas o de fachas. Pero lo más grave fue su empecinamiento en cimentar la política del Estado en un método de crispación permanente basado en la vejación y reducción de la oposición argumentando cualquier falacia, y todo ello después de haber dejado abandonadas a su suerte a las mujeres afganas, por puro populismo, condenándolas a regresar a una prehistoria sumisa y patriarcal que nunca dolió ni molestó su talante feminista. 

Así es como su sombra se extendió, primero por el rey del escrache, aquel Pablo Iglesias que animaba a perseguir a los políticos diferentes a su ideología para ofenderlos y zarandearlos en público, conducta que pronto prohibiría por ley en cuanto llegó a la bancada azul del hemiciclo.

Su otro cachorro, Pedro Sánchez, un sujeto que tiene la obligación de saber que el sufragio es anónimo, que desconoce quién le votó, y que omite que el resto de partidos del Congreso representan también a la ciudadanía. Una población a la que conjuró al afirmar que levantaría un muro cuya única consecuencia es fracturar al país, alimentando el fantasma de las dos Españas, con un ejercicio siniestro para controlar a la población: primero asustarla y luego desmoralizarla.

Al corolario de esta conducta, unido a la absoluta opacidad de un Gobierno que ya dejó preocupado al país con el Delcygate, se une ahora las graves acusaciones y sospechas que gravitan sobre la figura de Begoña Gómez, que podrían despejarse con la simple respuesta que Sánchez se niega a dar, un presidente que debería revisar las palabras de Julio César, respondiendo a una posible infidelidad de su esposa Pompeya, incidiendo en la conducta inexcusable respecto al cargo y la responsabilidad que se ostenta: la mujer del César no sólo debe ser honrada sino que además debe parecerlo.

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